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Arte y Cultura
El Joyero
El oficio de hacer realidad los sueños
¿Qué mujer no suspira
ante un collar de esmeraldas que realce la belleza de sus ojos,
o un par de aros que enmarque la belleza de su rostro, o un anillo
que obligue a detener la mirada en la femineidad de sus manos?
Esos suspiros, que constituyen el sueño de cualquier persona
que sepa apreciar lo bello y lo bueno, se tornan realidad cuando
un joyero convierte un trozo de metal en una pieza única,
con valor agregado tanto desde el punto de vista material como
desde el de los afectos.
Raúl Sosa tenía doce
años cuando comenzó a aprender los primeros secretos
del metal noble de la mano de orfebres y artesanos como Mario
Llera o como Demófilo García, este último
joyero de la casa Amoroso y Llera que por entonces estaba ubicada
en la calle Vicente López, al lado de la vieja confitería
Express.
Corría la década
del 40 cuando Sosa fue descubriendo los secretos de un oficio
que, casi inexplicablemente, se va terminando en los tiempos actuales.
"No aparecen chicos jóvenes
que se dediquen a la joyería", se lamentó Sosa
en una entrevista mantenida con EL POPULAR, atribuyendo esta realidad
a varios factores que confluyen hacia el mismo objetivo.
"En primer lugar -expresó-
el oficio ya no es como era antes. Hoy la tecnología coloca
a disposición del mercado piezas de muy buena calidad,
realizadas en fábricas, que compiten ventajosamente en
precio con las hechuras a mano. Imagínese que para realizar
una joya, por sencilla que ésta sea, hace falta trabajo,
tiempo y un cúmulo de conocimientos que vienen con el artesano
que realiza la pieza, que si usted los va a cobrar no hay quien
le pague la pieza. En cambio, los trabajos que vienen de fábrica
tienen un precio más accesible y algunos de ellos son de
una calidad excelente. Esto hace que el oficio deje de tener interés
para los jóvenes, que buscan otras alternativas más
rentables".
Por otro lado, Sosa expresó
que "no hay escuelas para este oficio. La única escuela
es la de un joven que se ponga al lado del artesano todos los
días y vaya aprendiendo de a poquito. Yo estuve tres años
detrás del joyero en la casa Amoroso y Llera antes de hacer
alguna compostura", recordó.
Pero a la vez, a la luz de los
materiales con los que se trabaja hay ineludibles aspectos de
seguridad que se deben tener en cuenta. "Un aprendiz debe
ser una persona de la más absoluta confianza en el taller,
porque aquí se trabaja con cosas que en muchos casos no
tienen un valor material tan significativo como la gente cree,
pero sin dudas tienen un valor afectivo que no hay dinero que
lo pague".
"Imagine, por decir algo,
un simple anillo de oro, que a lo mejor no pesa más que
uno o dos gramos. Su valor material es muy bajo, pero usted pierde
una pieza de esas y ¿cómo le explica a la persona
que se lo confió que no le puede devolver esa joya? Un
anillo que a lo mejor perteneció a su padre o a su abuelo.
Ése valor, el afectivo, no se paga con ningún dinero",
aseguró.
Mientras Amoroso y Llera mantuvieron
abiertas sus joyerías -eran dos, una la ya mencionada frente
al templo San José, y la otra también en Vicente
López pero entre Belgrano y Dorrego, al lado de la también
desaparecida zapatería de Nappolitano- Sosa se desempeñó
en relación de dependencia. Pero en 1970 la sociedad Amoroso
y Llera decidió retirarse de la actividad, momento a partir
del cual Sosa montó su propio taller y comenzó a
trabajar para las diferentes joyerías de nuestro medio
e, inclusive, de algunas ciudades vecinas.
En opinión de Sosa, "el
mejor metal para trabajar es el oro. Es el que más satisfacciones
da, aunque también la plata y el platino se trabajan bien.
Pero el oro es un material con el que se puede trabajar muy bien".
En ese sentido, señaló
que "ahora se ha vuelto a imponer el auge del oro. Hace quince
años se vendió todo el oro que había en Olavarría,
producto en parte de la necesidad de la gente de hacerse con efectivo
y en parte aprovechando la coyuntura en la que el metal tenía
un precio relativamente bueno. Ahora la tendencia se ha revertido
y la gente compra oro, ya sea para uso personal o para regalar".
Sin embargo, advirtió que
"un problema que atenta contra la venta de joyas es el de
la seguridad. La gente muchas veces se pregunta para qué
voy a comprar una joya, si después no la puedo usar, porque
es capaz que le arrancan una oreja para quitarle un aro. Pero
de todas maneras, el gusto por las joyas es una constante de todos
los tiempos".
Respecto del trabajo en sí
del joyero, Raúl Sosa explicó que "como cualquier
oficio, tiene sus secretos. El primero y principal, como en todos
los demás oficios, es que a uno le tiene que gustar, porque
de lo contrario nunca va a poder desarrollarlo. Y después
hay que aprender a fundir, a laminar, a forjar, a soldar... y
después, con todas esas herramientas, aplicar la creatividad
y el buen gusto, que no se aprenden sino que se traen adentro,
para poder confeccionar una pieza. Un prendedor, un par de aros,
una cadena, una pulsera, no son solamente una joya. Son algo más
si el joyero que las hizo puso de sí todo su corazón
en su confección".
Si partimos de la base de que una
joya, por hermosa que sea, nunca es más valiosa que la
persona que la luce y que su función es la de realzar la
belleza de la dama que debe llevarla con naturalidad y sin ostentación,
no podemos menos que coincidir con Sosa en que una pieza construida
con dedicación y amor es algo más que un simple
trozo de un metal noble con una forma bonita.
El oficio que encontró su
máxima expresión en el arte de Benvenutto Cellini
-hoy se conmemora un nuevo aniversario de su muerte, por eso es
el día del joyero- se ha visto reducido por la competencia
de la tecnología. Pero hay un aspecto en el que la máquina
no podrá jamás desplazar al hombre, y es esa componente
humana de la que hablábamos más arriba. Es muy distinto
decir compré este anillo, de fábrica, que decir
este anillo me lo hizo fulano, en donde fulano se reemplaza por
nombres de reconocido prestigio en las comunidades.
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